Edipo, el hijo de la Fortuna (I)

sábado, 10 de abril de 2010
Layo estaba hundido en el salón del trono. A unas pocas estancias de allí, su esposa Yocasta se encontraba dando a luz. Normalmente, el nacimiento de un hijo es motivo de regocijo entre los hombres, pero para el rey tebano, lo que debía de recibir como un regalo de los dioses era una maldición.
Mientras estaba hundido en el trono desde donde gobernaba la ciudad unas palabras no dejaban de martillearle la mente. Palabras de un oráculo que le profetizaba el nacimiento de un hijo suyo que le acabaría dando muerte y desposando con su madre. Y ese "monstruo" se encontraba naciendo en esos momentos.
Aunque caprichosos, los dioses no solían obrar por que sí. Ese oráculo era un castigo a Layo por violar a Crisipo mientras era huésped de Pélope. Había traicionado la generosa hospitalidad del rey, que le había ofrecido el pan y la sal.

"Mi señor es un niño" dijo una sierva sacando de su ensimismamiento a Layo.

Pesadamente, el Rey se levantó y fue a la estancia de Yocasta envuelto en una nube de criados. Normalmente, la distancia entre las dos habitaciones era corta, pero a Layo se le antojó una eternidad lo que normalmente le llevaba unos minutos. Finalmente, entró a la habitación.

Ahí estaba Yocasta, tumbada en la cama, agotada. Una sierva se encontraba limpiando al bebé. Layo se acercó y lo miró, luego miró a un criado y dijo:

"Llévatelo por ahí y deshazte de él. Este niño no traerá nada más que desgracias a Tebas"

"Pero señor, es solo un bebé de unas horas" protestó el siervo.

"Haz lo que te digo"

El pobre hombre tomó al bebé y se lo llevó de allí. Preparándose para su partida se vistió con ropas de viaje y ató al bebé por los tobillos a un palo, como si fuese una liebre cobrada por los lebreles del rey.

El hombre partió lejos, muy lejos de Tebas y se adentró en las tierras que separan Tebas de Corinto. Allí se encontraba un pastor apacentando a sus ovejas. Apenado por tener que ver con la muerte de un ser tan indefenso, el criado tomó el bebé y se lo entregó al pastor.

El pastor era un criado del Rey de Corinto, Pólibo. Pólibo no tenía heredero alguno y el pastor pensó que el Rey podía ser un buen padre para el chiquillo. Comprobó que no andaba desencaminado cuando vio la alegría con la que Pólibo acogió al pequeño.

"Mira esposa mía, al fin tenemos un heredero" dijo Pólibo

Dichosa por el regalo que le hacían los dioses, la mujer dijo:

"¿Qué nombre le pondremos?"

Pólibo miró los pies hinchados del niño y dijo:

"Edipo"

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